miércoles, 8 de julio de 2009

El niño que nunca dormía la siesta




Se sentía el ser más afortunado del mundo. Con un poco de suerte, y de imaginación, podía llegar a lugares nunca vistos, de insondable profundidad y con escenarios oníricos con diversos y llamativos colores como ornamento. No había lugar para la distorisión y otras pesadillas, sólo un mundo construido con la creatividad que aguardaba entre los recovecos de una originalidad innata.

Leía cientos de fábulas, y tras hacerlo, se convertía en el arquitecto de un mundo dirigido. Cerraba sus ojos, o los dejaba semiabiertos en su defecto, y como por arte de magia en su mente se proyectaba la mejor película de la historia cada día, justo cuando sus padres dormían la siesta, y las cortinas bailaban con la brisa un vals improvisado, que levemente se colaba por la sala y refrescaba las tardes de aquel suave verano.

Y cuando todo acababa, despertaba con una tranquila sonrisa como mueca, a sabiendas de que en su mundo sólo él podía entrar y salir cuando lo deseara, en el que los tiempos los marcaba siempre con un reloj arritmico, donde los árboles se caían de las hojas o los niños más ricos no viajaban en triciclo, desgraciados ellos que lo hacían en limusina y usaban un peinado sin remolinos...

Reía. Y volteándose en el sofá para mirar al cielo, introdujo su mano en el bolsillo, del que sacó tres piedras de extraños pigmentos. Sus tres piedras mágicas de la imaginación, decía... Y mientras la brisa seguía pidiendo permiso a las cortinas para dar alivio a un calor no demasiado estridente.

sábado, 4 de julio de 2009

El lento transcurrir del tiempo (I)




















Esperaba. De fondo una lenta canción amenizaba el momento desde el hilo musical. A mi alrededor, cuatro personas distribuidas de un modo irregular entre un laberinto de asientos dentro de una gran habitación. Una de ellas, estaba sentada tres filas por delante, otra se encontraba a varias tandas por detrás. La primera leía ininterrumpidamente un libro de bolsillo de aspecto vetusto y amarillento, la segunda tenía la mirada perdida en el vacío sobre un tabique austero y sin ornamento que quedaba justo enfrente, y que parecía poseer los secretos de la nada.

La tercera, aparecía de pie. Se veía hipnotizada por el poder siempre curioso de las inmensas cristaleras, y ensimismada por las gotas de lluvia deslizantes por el vidrio, parecía reflexionar. Ahí fuera hacía frío, y estaba lloviendo a cántaros...

Yo, sin embargo, sólo quería que el tiempo pasara raudo, a sabiendas de la imposiblidad de que mi deseo se materializara en algo real. Para colmo, en la pared, y a mi izquierda, alguien sin escrúpulos había colocado un ruidoso reloj que me recordaba constantemente la constancia del tiempo, y la sombra de una etapa en la que no paraban de precipitar malas sensaciones, hirientes palabras sin arrepentimiento o hechos consumados en la pasión de un instante y que marcan para siempre.

De un modo u otro, estaba huyendo de algo que no comprendía. Esperaba. No había noticias de mi autobús más allá de las cristaleras empapadas. Tic tac. La canción por su parte se agotaba. La persona que leía pasaba una nueva hoja. El improvisado centinela tomó de nuevo asiento. La chica que observaba el infinito dejó de hacerlo. Me miró...

- Se está retrasando demasiado ¿no?- dijo.

Le sonreí. No sólo yo esperaba...

- Sí - le contesté.

miércoles, 1 de julio de 2009


El pequeño Darío se movía entre los últimos coletazos de la niñez y la inverosimilitud manifiesta de las primeras tribulaciones de la adolescencia. Cada día caminaba descalzo desde los suburbios de Dhaka hasta el preciso centro de la caótica capital. En sus manos, patrimonio de las grietas y la suciedad, portaba guitas entrelazadas que sujetaban las balas de yute que apoyaban en su apenas espalda...

La humedad calaba hasta la ubicación misma de los orígenes del sentir, y en esa tesitura, el niño detuvo su caminata en la barriada donde era cosumbre. Observó a corta distancia los muros del colegio. Le dominaba tal curiosidad que en un acto reflejo se plantó sobre una de las ventanas, mirando detenidamente hacia el interior.

Disciplinados pequeños miraban ensimismados al profesor, que con dedicación explicaba las interesantes maniobras de Esrhad hasta llegar al poder, o su convicción de un progreso estructurado en torno a fórmulas matemáticas, estudio de atlas o lecturas de clásicos. Darío cayó en el misticismo creado por un ambiente de voluntades dispuestas a empaparse de ese saber que es menos doloroso que las livianas pero estridentes heridas provocadas por la fricción del contrapeso del transporte de corcho.

Sin embargo, ese instante de evasión duró hasta que el enseñante se acercó a cerrar la ventana, produciédose un cambio repentino en la percepción de Darío, ya que aquel admirado maestro por momentos, tomó categoría de prestidigitador temporal de almas a su antojo...

Terminado su descanso, el porte le esperaba donde lo había dejado, y mirando hacia atrás, pidió un deseo. No por él, la experiencia le enseñó a no ser egoísta, sino por la inocencia de aquellos que, dentro de las aulas, creían que en su mundo, aún se podía soñar...