
Se sentía el ser más afortunado del mundo. Con un poco de suerte, y de imaginación, podía llegar a lugares nunca vistos, de insondable profundidad y con escenarios oníricos con diversos y llamativos colores como ornamento. No había lugar para la distorisión y otras pesadillas, sólo un mundo construido con la creatividad que aguardaba entre los recovecos de una originalidad innata.
Leía cientos de fábulas, y tras hacerlo, se convertía en el arquitecto de un mundo dirigido. Cerraba sus ojos, o los dejaba semiabiertos en su defecto, y como por arte de magia en su mente se proyectaba la mejor película de la historia cada día, justo cuando sus padres dormían la siesta, y las cortinas bailaban con la brisa un vals improvisado, que levemente se colaba por la sala y refrescaba las tardes de aquel suave verano.
Y cuando todo acababa, despertaba con una tranquila sonrisa como mueca, a sabiendas de que en su mundo sólo él podía entrar y salir cuando lo deseara, en el que los tiempos los marcaba siempre con un reloj arritmico, donde los árboles se caían de las hojas o los niños más ricos no viajaban en triciclo, desgraciados ellos que lo hacían en limusina y usaban un peinado sin remolinos...
Reía. Y volteándose en el sofá para mirar al cielo, introdujo su mano en el bolsillo, del que sacó tres piedras de extraños pigmentos. Sus tres piedras mágicas de la imaginación, decía... Y mientras la brisa seguía pidiendo permiso a las cortinas para dar alivio a un calor no demasiado estridente.